Un lápiz y una mano cruzaron su camino, sobre un escritorio amarillo. Como no se conocían muy bien, se observaban intensamente. Así como fríamente se calculan el color negro y el blanco en el ajedrez.
El lápiz, siendo el más firme, hizo el primer movimiento. Con mucho cuidado, se arrimo a la mano. Apenas rozó contra sus dedos, y ella saltó de miedo! Lo que el lápiz no sabía es que la mano no confiaba en sí misma. Que si no me muevo bien? Que si no me sale bien? Pues ella temía al fracaso de sus propios dedos.
El lápiz, también siendo el más intuitivo, presintió esa inseguridad. Se le volvió a arrimar a la mano, pero esta vez, con su gomita roja. Ella entendió ese gesto, y lo abrazo muy fuerte entre sus dedos. Y, sin decirse nada, se pusieron a bailar sobre la pista de líneas de un cuaderno. Con cada paso que la mano guió, el zapato del lápiz fue dejando huellas hechas de carbón.
Con cada paso, se sintió más segura de sí misma. Pues ella sabía que ahí estaba esa gomita roja, quién la protegería. No de sus errores; sino, contra su auto juicio y contra sus inseguridades.
Y lo que resultó de ese gran vals entre ese lápiz y esa mano son estas palabras, las cuales tus ojitos están leyendo.